Horas críticas

Un viaje al tiempo soviético

El jardinero de Ochákov. Andrei Kurkov. Traducción de Marta Rebón. Blackie Books (Barcelona, 2019). 21 euros. 336 páginas

Con Muerte con pingüino (Blackie Books, 2018) descubrimos a un autor de gran éxito en su país, Ucrania, y que lleva muchos años siendo traducido y publicando novelas y libros infantiles, además de dedicarse a la realización de documentales televisivos. Él mismo simbolizaría el tiempo transitorio entre la desmembración de la Unión Soviética y la independencia ucraniana en 1991. De hecho, su primera novela para adultos vio la luz dos semanas antes de la caída de la URSS, pero tuvo que hacerlo mediante la autoedición y llevando a cabo la distribución él mismo.

En aquella obra del año pasado, la más importante del autor natural de Leningrado, se vieron sus claves narrativas: un tono humorístico en un argumento desenfadado, con un trasfondo como el postsoviético, con todas las incertidumbres y esperanzas que ese periodo abría para la ciudadanía.

«El autor ofrece una mirada profunda y fidedigna de lo acontecido en su tierra, pero también un sentido sarcástico de la cotidianidad»

La misma trayectoria vital de Kurkov ya nos habla de que su visión de la realidad se ha desarrollado sobre la base de experiencias muy particulares: educación soviética, leninista, por su edad; vigilante de prisiones en Odesa, donde empezó a concebir sus primeros relatos infantiles; traductor de japonés posteriormente y, gracias a esta habilidad lingüística, un puesto en la KGB y en la policía. De todo eso surgió una mirada profunda y fidedigna de lo acontecido en su tierra, pero también un sentido sarcástico de la cotidianidad, como se reflejó en Muerte con pingüino, en que Viktor, un escritor arruinado, tras ser abandonado por su novia, decidía adoptar un pingüino. Sin embargo, el viejo axioma de que los amos acaban pareciéndose a sus mascotas se hacía muy ostensible en este caso, pues el animal, llamado Misha, tenía un carácter tan deprimido como él, algo que se hacía notar incluso cuando estaba metido en una bañera de agua helada.

«Kurkov es especialista en colocar a sus antihéroes en paradigmas que les obligan a enfrentarse a aventuras tan insólitas que normalizan a fuerza de implicarse en ellas»

Las tornas cambiaban: el deprimido Viktor tenía que consolar a su nuevo amigo, y la situación se hacía más desconcertante cuando, de repente, recibía el encargo el protagonista de escribir esquelas de personajes públicos que aún estaban vivos pero que rápidamente morían en circunstancias realmente sospechosas. Así las cosas, Kurkov es especialista en colocar a sus antihéroes en paradigmas que les obligan a enfrentarse a disparates o a aventuras tan insólitas que normalizan a fuerza de implicarse en ellas. Es lo que le sucede a Ígor en El jardinero de Ochákov (traducción de Marta Rebón), que está convencido de que el traje de miliciano que ha encontrado impactará en una fiesta de disfraces a la que tiene pensado acudir. Estamos en la Ucrania contemporánea pero enseguida dejaremos de estarlo.

 

Andrei Kurkov. Foto: Archivo

El personaje se viste, se toma un coñac y sale a la calle, pero esa salida inocente se convierte en un viaje en el tiempo. Y como el protagonista de la película de Woody Allen Medianoche en París, en que sólo el hecho de estar por la noche en una calle cualquiera se convertía en la ocasión de trasladarse a la ciudad en los años veinte, en el libro de Kurkov, Ígor se verá introducido en otra época: la soviética, de 1957, cuando ese traje que lleva es sinónimo de intimidación hacia la población.

Es el periodo de gobierno de Jrushchov, que en el año anterior, en el XX Congreso del Partido, había pronunciado el llamado «discurso secreto» en el que denunciaba las purgas de Stalin y la decisión de que tenía que abrirse en el país una etapa de menor represión. En la novela se cita al político, aunque no se explota apenas todo lo que hubiera representado recrear el ambiente de esos años, prefiriéndose por parte del autor el hecho de concentrarse en las relaciones personales entre Ígor y el hombre al que descubre robando vino, Vania, y en la relación sentimental que vive con Valia, una bella y enferma vendedora de pescado a la que querrá ayudar por medio de sus viajes temporales. La novela pretende ser humorística, pero sólo encuentro un detalle que alcance tal cosa: en la página 20, cuando se coloca un cartel que reza: “El tercer viernes de cada mes: fiesta retro. Entre los clientes que vengan disfrazados con trajes de estilo retro se sortearán un viaje a Corea del Norte, otro a Cuba y una excursión a Moscú, incluida una visita nocturna al Mausoleo».

Esta referencia a la tumba de Lenin y a los otros regímenes autoritarios es un pedazo de mordacidad dentro de una peripecia simpática sin más, con Ígor y su madre, Yelena Andréievna, que cree que su hijo siempre está borracho al encontrarlo disfrazado al día siguiente tras su viaje al pasado, con el risueño amigo Kolián, programador de un banco, y, naturalmente, el jardinero que da título al libro. Este genera toda la historia, pues un tatuaje que lleva, desdibujado y de significado enigmático –“un mensaje cifrado”–, le abrirá las puertas a Ígor a la hora de investigar el pasado de este empleado de su madre, tan eficiente y educado. Su historia es un enigma: tras hacerle el tatuaje, su padre desapareció, y el jardinero, llamado Stepán, se quedaría al cuidado de su tío; una trayectoria que no constituye un misterio lo bastante grande para atraer al lector, que tal vez encuentre ameno el viaje a la URSS de 1957, o, como en el caso de quien esto escribe, le resulte falto de intensidad y tedioso, y sobre todo, muy carente de la supuesta comicidad que se intenta transmitir y que constituye la esencia publicitaria editorial de este libro.

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