Horas críticas

Una educación acédica

Devaluación continua, Andreu Navarra. Tusquets, 2019. 288 páginas. 19 €

Los antiguos definían la acedia como falta de cuidado. Para los griegos, acédico era no enterrar a los muertos, dejarlos al albur de los animales carroñeros y permitir que se descompusieran sin honra ni piedad. Empédocles y Cicerón se refirieron a este abandono con especial acritud. Desatender los deberes filiales, no respetar siquiera la dignidad de los caídos corroboraba la deshumanización de un individuo o de una sociedad. Si la cultura es cultivo y las páginas de los libros remiten etimológicamente a la función civilizadora de los pagos romanos, el mundo clásico sabía que si no se honraba a los muertos tampoco se cuidaba a los vivos.

Fue más adelante, con la llegada del cristianismo en su vertiente más ascética, que la acedia –el llamado “demonio del mediodía”– pasó a designar también la falta de cuidado hacia la propia vida; la falta de templanza, de fortaleza, de virtud en definitiva. La acedia recorre toda la reflexión espiritual de los padres del desierto: del Paterikón a la Filocalia, de san Casiano a los tratados de Evagrio Póntico, quien la caracteriza como una “atonía del alma”, que tanto puede traducirse en tristeza –“Tristitia et anxietas occupaverunt interiora mea” reza el famoso motete de William Byrd– como en excitación y sobreactividad.

«Nuestro tiempo no lee a los griegos ni memoriza las declinaciones, pero es acédico como cualquier otra época que fluctúe entre la hiperactividad frenética y el pesimismo estructural»

Leer a los antiguos con ojos nuevos permite intuir los ritmos invariables de la humanidad. La cultura cambia sin cesar, pero permanecen las condiciones antropológicas, los miedos y las dudas, las pasiones y los deseos. Nuestro tiempo no lee a los griegos ni memoriza las declinaciones latinas, pero es acédico como cualquier otra época que fluctúe entre la hiperactividad frenética y el pesimismo estructural. En ningún campo se percibe con mayor nitidez ese proceso que en la educación, tal y como ilustran no sólo las distintas estadísticas internacionales –“show me the data”, que dirían los científicos sociales–, sino la experiencia continuada de tantos profesores y padres preocupados por el futuro de sus hijos.

«Navarra ha escrito uno de los «J’accuse» más punzantes contra el sistema educativo español»

Uno de estos padres (y profesores) es el ensayista barcelonés Andreu Navarra, quien con Devaluación continua ha escrito uno de los “J’accuse” contra el sistema educativo español más punzantes que conozco. No por su pesimismo, sino por el particular realismo de quien trabaja a pie de obra y conoce de primera mano esa “falta de cuidado” que aqueja a una escuela enferma del sentimentalismo huero y de una proliferación sangrante de doctrinas antintelectualistas.

Navarra se alza contra el analfabetismo funcional que pasa por trending topic en las departamentos de pedagogía y las consejerías de educación, contra la infección maniquea de un optimismo ciego que contrasta con la ansiedad persistente de tantos profesores y maestros, contra la burocracia inútil y las reformas insensatas pergeñadas en los despachos de la clase política, contra la propaganda utópica que repiten como mantras las multinacionales tecnológicas.

Andreu Navarra nos habla de su experiencia como profesor de Lengua y Literatura castellanas en numerosos centros de secundaria repartidos por la provincia de Barcelona. Nos habla de aulas divididas por una profunda fractura cognitiva y agitadas por una creciente indisciplina. Nos habla de la dictadura de las redes sociales y de la incultura como un nuevo mínimo común denominador. Nos habla de la desmotivación de una parte creciente del profesorado y de la frívola entrega a las últimas modas infantilizadoras de otra parte del cuerpo docente. Nos habla de la crisis de la democracia como una crisis de la cultura, consciente de que ya no trabajamos “para cuidar nuestro país”.

El sello acédico describe esa “atonía del alma” que invita tanto a suscribir el dogma pueril de las inteligencias múltiples como a ceder a un nihilismo estéril. «Un profesor apagado –leemos en el libro– es una clase apagada. Los buenos profesores son las columnas de lo único bueno que puede aportar nuestra sociedad: ciencia, cultura, saber, empatía, horizontes. La ansiedad, la chabacanería, el fanatismo, el control social, ya los garantizan los medios. De lo negativo de nuestro mundo ya se encarga el mundo. La escuela no debe ser el reflejo de la sociedad, sino que ésta debería ser un reflejo de aquélla, ejemplo de orden y vertebración, de equidad radical y de máximo democratismo».

«La pedagogía llamada comprensiva abandona a nuestros alumnos en el desierto de la ansiedad», denuncia el autor

Devaluación continua nos ofrece un diagnóstico preocupante del momento actual. Denuncia que «la pedagogía llamada comprensiva abandona a nuestros alumnos en el desierto de la ansiedad. En ese desierto nadie aprende porque no hay incentivo para que se produzca ese aprendizaje».

Con acierto señala que ya no es una cuestión de derechas o de izquierdas, de una interpretación conservadora o progresista de la realidad, porque hace tiempo ya que se superaron determinados rubicones mientras nos adentramos en los espacios vacíos de la emergencia educativa. El autor, sin embargo, se niega a ceder al pesimismo y plantea algunas propuestas para el futuro. Las principales son: simplificar la burocracia, confiar en el profesorado y trabajar con humildad de abajo arriba, en lugar de pretender imponer desde el poder político planes y programas de imposible cumplimiento.

Como suele suceder en estos casos, la viabilidad de las propuestas puede también invitar al escepticismo a pesar de su indudable solidez. El debate, en todo caso, es bienvenido y apela directamente a cada lector de un libro importante para entender el estado de la situación. Nuestro futuro depende de querer hacer frente con decisión a la acedia y empezar a cuidarnos de nosotros mismos. Porque ningún país es mejor que su capital cultural ni ninguna ciudadanía se construye sobre las ruinas de la ignorancia y del analfabetismo funcional. Y, por supuesto, como muy bien sabían los clásicos, detrás del demonio del mediodía, como una milicia en formación de ataque, aparecen uno a uno todos los demás vicios: ese malestar íntimo y social que rotura una tierra baldía, incapaz de dar fruto.

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